viernes, 13 de octubre de 2017

Gracia Euge!! (por nada)

https://www.cronista.com/economiapolitica/Rige-la-ley-que-regula-honorarios-de-abogados-y-procuradores-bonaerenses-20171012-0063.html


Rige la ley que regula honorarios de abogados y procuradores bonaerenses


El paternalismo del estado no tiene límites. Tanto en la Provincia de Buenos Aires como en la Capital Federal, la profesión de abogado está regulada en materia de "honorarios".  

En el caso de la Capital Federal, la ley 21.839 prescribe las pautas y parámetros tanto para la negociación y determinación extrajudicial de honorarios como para la fijación por parte del Juez, luego en la instancia judicial. 

Lo mismo sucede en la Provincia de Buenos Aires, en la que quienes tenemos un título de abogado emitido por una Universidad acreditada ante la CONEAU (más regulaciones!), estaríamos en condiciones técnicas y constitucionales de ejercer la profesión de abogado. 

De acuerdo a la noticia que publica El Cronista en su edición de hoy, la gobernadora de la Provincia de Buenos Aires promulgó un nuevo Decreto aumentando los honorarios mínimos a percibir por la actuación profesional en esa provincia. 

Cualquier abogado ejerciendo ahí tendría el impulso de sentirse muy felíz con la noticia. Parecería ser que -por imperio de ley- sus ingresos a partir de ahora aumentarían casi como por arte de magia. 

Pero no es mi caso. En principio, la colegiación en ese distrito implica la realización de aportes obligatorios a la Caja de Abogados que muy orondamente anuncia en su sitio web sus 70 años de antigüedad. Por medio de este sistema, los abogados bonaerenses están obligados a realizar aportes previsionales anuales que van de los $14.800 a $68.250 anuales. Los llaman "estamentos anuales". Y como contrapartida cada una de esas cifras reciben beneficios de $7.250 y $28.260 respectivamente.  

Un abogado jubilado en 2016, con aportes estamentarios de la más alta categoría ($68.250), a lo largo de los 35 años de aportes realizados en esa misma categoría destinó $43.352.788 en valores constantes, desde 1980 a 2016. No es irrazonable pensar cuál hubiera sido la rentabilidad de ese ahorro de haber estado destinado a otros instrumentos financieros o a la compra de una propiedad inmueble, por ejemplo. 

Un informe del sitio web Noticias de la Aldea, informa que la valuación del mt2 en un barrio de la zona norte de la Capital en 1977 era de U$S 1250, y a la actualidad es de U$S 2750 (en dólares constantes y como promedio general).

FUENTE: www.noticiasdelaaldea.com.ar
Es decir, quien hubiera adquirido un departamento en 1977 y lo hubiera mantenido en su poder hasta hoy en día, registraría un incremento de su inversión original del 120% en dólares. Por supuesto que un departamento demanda gastos de mantenimiento, arreglos, mejoras, etc. Pero si lo consideramos como un instrumento de ahorro, también podríamos estimar que durante ese tiempo generó renta por el alquiler del mismo. 

¿Y si hubiera comprado acciones de Apple al momento de su lanzamiento?


El sistema previsional obligatorio encierra una concepción filosófica determinada: la "solidaridad", y la "protección del futuro beneficiario". 

Según la Real Academia Española, "solidaridad" es la "Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros". No hace referencia a la voluntariedad del acto, pero una "solidaridad" obligatoria desnaturaliza el contenido normativo positivo del concepto. Sin embargo, la misma RAE enseña que en Derecho, la solidaridad es un "modo de derecho u obligación in solidum". 

Así, el derecho positivo (aquel impuesto por "el legislador") desvirtúa el término tornando a la "solidaridad" obligatoria. Quien no tenga el ánimo "solidario" de colaborar en x o y causa, queda obligado a hacerlo porque "el legislador" así lo dispone. 

¿Y? ¿Qué tiene de malo eso? Todo. Para entender bien este punto es imperativo no olvidar el mantra de las clases de Economía Política en la Facultad de Derecho de la UBA donde doy clases hace 10 años.... LOS RECURSOS SON ESCASOS, Y LAS NECESIDADES INFINITAS. La correcta asignación de esos recursos escasos a las infinitas necesidades es la clave para determinar las condiciones de crecimiento económico (a nivel micro y consecuentemente macro) o de empobrecimiento. 

¿Y quién mejor que cada uno de nosotros para saber identificar la escala de preferencias y prioridades en relación a nuestras infinitas necesidades? ¿El "legislador"? El estado es una entelequia, y como tal está formado por cientos de miles de individuos con distintos niveles de toma de decisiones. Definitivamente, ninguno de ellos en particular, ni todos juntos en conjunto están mejor posicionados para conocer la escala de prioridades de cada uno de los ciudadanos que habitamos este país. 

Pero más aún, la desvirtuación de la "solidaridad" que el imperativo legal genera importa incentivos mucho más perjudiciales que aquellos que pretende evitar. 

Siendo que los aportes son obligatorios, los recursos disponibles después de realizarlos se ralentizan, y con ello también la voluntad o vocación solidaria para con una determinada causa, más cercana a los corazones y sensibilidades de los aportantes obligatorios.

El segundo segundo punto, la prevención de la vejez y la obligatoriedad de velar por ella, también refleja un contenido filosófico despreciable, desde mi punto de vista. 

Arbitrar políticas públicas desde este punto de partida importa considerar a los individuos como incapaces, inútiles, desinteresados de su propio destino, de su propio futuro. Esta concepción del otro posiciona al "legislador", al estado, en una posición de supremacía, de conocimiento pleno, de aquel que sabe qué es "lo mejor" para la otra gran fantasía populista: el "bien común". Los ciudadanos somos, entonces, inferiores, menos capacitados, menos enterados e informados, y -fundamentalmente- menos interesados por el "bien común". 

La premisa pierde de vista que las experiencias históricas demuestran sostenidamente la inviabilidad (aunque sería más correcto decir criminalidad) de los regímenes intervencionistas. El estado no persigue ningún "bien común". De hacerlo (cosa que niego y rechazo categóricamente) son los individuos que lo conforman quienes lo persiguen. Pero, en realidad, por lo general los empleados y funcionarios públicos son quienes encontraron en el sector público el camino para posicionarse en esa situación de superioridad en mérito a la cual se permite la toma de decisiones sin costo para sus propios bolsillos y con impacto -presente y futuro- de los nuestros. Pero, ni siquiera. Cada uno de ellos persigue su propio interés. Y lo hace a costo cero. ¿Qué, sino la prioridad del interés privado por sobre el "interés público" es la corrupción?

La determinación regulatoria de los honorarios de abogados es un granito de arena más en el desierto de regulaciones que traban, constriñen, interrumpen, dilatan, demoran y traban las libertades individuales necesarias para la creación de riqueza. 

Si el objetivo es proteger, velar por y previsionar el futuro de un individuo entrenado a nivel universitario para defender los intereses ajenos, tales como somos los abogados, ¿qué quedará, entonces, para los individuos menos capacitados de la sociedad? 

La regulación de honorarios atenta también contra la competencia. Al estar obligados a percibir los honorarios determinados por "el legislador", y sin un régimen de admisión y prueba de las competencias profesionales como el existente en Estados Unidos, por ejemplo; con un sistema de ingreso irrestricto a las Universidades Públicas (y también, por qué no decirlo, a las privadas)... ¿cuáles serían los incentivos que los abogados tendríamos para sobresalir y destacarnos? Para hacerlo necesitamos invertir parte de nuestros recursos (siempre escasos, por cierto) en capacitación contínua, publicaciones especializadas, suscripciones a boletines y periódicos legales. Y ni qué hablar del tiempo a destinar a este objetivo! Siendo que por la ley de honorarios no podríamos recuperar toda esa inversión con el cobro de honorarios que reflejen nuestra excelencia como abogados, los únicos incentivos a hacerlo de todos modos serían aquellos propios de la ética y el profesionalismo de cada abogado. 

En resúmen, la ley de honorarios no es otra cosa que la fijación de un precio máximo. Y los precios máximos, también históricamente demostrado, lo único que generan es escasez. En este caso, escasez de buenos y especializados abogados. ¿Y quién sería el principal perjudicado? Como siempre, el consumidor, que en este caso es el cliente de los cientos de miles de abogados disponibles, tranquilos de tener sus honorarios garantizados "por ley", independientemente de su performance y calidad profesional. 

Una vez más, "el legislador" metiendo la cuchara en la sopa ajena, y causando incentivos contrarios a aquellos que dice perseguir.